Uno de los reproches que con más
frecuencia se les hace a los políticos es su propensión a prometer lo que no
van a cumplir, y seguir mintiendo
al justificar el quebrantamiento de sus promesas a una ciudadanía que, incomprensiblemente
y en un elevado porcentaje, tiende dejarse engañar hasta el extremo de volver a
votar a quienes previamente les mintieron, un fenómeno sociológico que les
convierte en carne de diván por su propensión a autoflagelarse.
Cada vez que se habla de las
mentiras en tiempo de elecciones, surge la cuestión de hacer obligatorio, por
ley, el cumplimiento de las promesas que se hacen a través de los programas y
la necesidad de que éstos tengan,
a efectos legales, la misma consideración que un contrato suscrito entre un
representante y su representado, algo que de entrada parece obvio pero que,
analizado con detenimiento, pone en evidencia las diferencias entre un contrato
mercantil y un programas electoral así como también las similitudes entre las
promesas de los políticos y los pactos matrimoniales o los acuerdos entre
amigos, por poner dos ejemplos de compromisos cuyo cumplimiento depende del
tiempo que perduren las condiciones con que fueron suscritos (el amor en el
matrimonio y la confianza en un pacto de amistad).
Al comenzar a escribir este artículo pensaba hacer un repaso anecdótico
de los incumplimientos históricos de promesas electorales en nuestro país
durante la actual democracia. Luego, lo he pensado mejor y he preferido remitir
al lector a datos más recientes como son las mentiras con las que el PP ganó
por mayoría absoluta las elecciones de 2011, cuando ofreció crear empleo y
reducir impuestos en un contexto de crisis en el que era imposible hacerlo, una
circunstancia que los populares
conocían tan bien como sabedores eran de esa herencia recibida que luego utilizaron para exonerarse del engaño
con que habían embaucado a sus votantes.
Sin embargo, y para no sería reincidir en unos datos de sobra
conocidos por el lector, he optado por centrarme en el compromiso ético que los
partidos contraen con sus votantes a través de sus promesas electorales y
ponderar hasta que extremo ese compromiso ético puede llegar a ser una
responsabilidad legal.
¿Es ético que los políticos jueguen con la ilusión de los votantes
prometiéndoles soluciones a sus necesidades más acuciantes?
¿Es decente crear falsas esperanzas en los sectores sociales más
vulnerables (pensionistas, desempleados, perceptores de salarios mínimos o familias
que han rebasado el umbral de la pobreza) cuando se aproximan las elecciones?
Con su socarrona inteligencia, en cierta ocasión, el viejo profesor Tierno Galván dijo que «las promesas electorales están para no
cumplirse», y deberíamos hacer caso a alguien que conocía bien los
engranajes de la política (Tierno era catedrático de derecho político), los
criterios de elaboración de los programas electorales y el mecanismo de diseño
de unas promesas destinadas a ser, para qué engañarnos, meras consignas
proferidas a sabiendas de que se está mintiendo y despreciando las mínimas
formas democráticas.
Consideremos que
tras las elecciones generales del 20 de diciembre, entraremos en una
legislatura muy diferente a todas las habidas desde la Transición, debido a que
el sistema partitocrácico atraviesa su propia crisis y nuevos partidos
emergentes van a ocupar escaños (ya lo hacen a nivel municipal y autonómico)
con representantes del poder civil que en nada se parecen a los políticos
profesionales, savia nueva y joven que estará atenta para que no se perpetúe el
modo como hasta ahora se ha ejercido la política y que ha propiciado la
corrupción y el incumplimiento impune de unas promesas electorales (a veces hechas sólo con la intención de ganar elecciones) que deberían ser vinculantes
para evitar situaciones como la burla del PP a quienes le depositaron su
confianza en 2011.
Ahora más que nunca
se impone la obligatoriedad del cumplimiento de todo lo que se prometa en unos
programas electorales que deberían contemplarse como contratos para que quienes gobiernen —incluso con
mayoría absoluta— se vean en la obligación de pactar y negociar la ejecución de sus ofrecimientos.
¿Cómo se podría obligar a los políticos a que
cumplan sus promesas, y hacer que los programas electorales no sean papel mojado?
En primer lugar, la ciudadanía
debería estar educada en el voto crítico para que no surgiera
la inercia de depositar la confianza en quien previamente nos engañó, algo que,
por sesgo ideológico, o por descarte de otras opciones, no sucede en la práctica
y hace frecuente la reincidencia de votar a un partido que no cumplió sus
promesas.
En segundo lugar debería revisarse
la legislación para conferir a los programas electorales una entidad de
contrato (contrato-programa) según el
cual se pudiera exigir que los partidos sólo
ofrecieran programas realizables so pena de que el peso de la ley recayera sobre
ellos en caso de incumplimiento.
De este
modo, las promesas electorales hechas a sabiendas de su incumplimiento pasarían
a ser un delito susceptible de ser penalizado con la convocatoria
inmediata de nuevas elecciones independientemente de que no se hubiera agotado
la legislatura.
Alberto
Soler Montagud
Médico y escritor
Médico y escritor
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