jueves, 11 de febrero de 2010

AZNAR, HITLER Y YO. ¿TRASTORNO ALUCINATORIO O CRISIS DE IDENTIDAD?






Ayer por la mañana, al despertarme, me invadió una extraña sensación. No fue hasta el momento de afeitarme cuando comprobé que mi cara no era la misma de siempre. Tras atribuir mi alucinación matutina a las escasas cuatro horas que había dormido, me metí en la ducha sin concederle mayor importancia. Sin embargo, cuando bajaba en el ascensor, la imagen que me devolvió el espejo no dejaba lugar a dudas: mi cara no era la mía sino la de José María Aznar.

Ya en el trabajo, tuve la sensación de que mis compañeros me miraban con recelo y, aunque nadie se atreviera a decir nada, conforme avanzaba la mañana, me reafirmaba en el convencimiento de que todos fingían.

Fue a la hora del almuerzo cuando me asaltó una duda terrible y tuve que ir a los servicios al tiempo que me desabrochaba la camisa corriendo por el pasillo preso de un ataque de ansiedad. Una vez delante del espejo comprobé que mi abdomen seguía allí, abultado y flácido como siempre y, entonces, concluí que mi metamorfosis, al menos de momento, era tan solo facial.


El resto del día transcurrió sin mayores contratiempos excepto dos ocasiones en las que tuve el casi irrefrenable impulso (que afortunadamente controlé) de telefonear a George Bush.

Ya por la noche, al llegar a mi casa, me sorprendí a mi mismo poniendo en el reproductor de deuvedés una película de Schwarzenegger que hacía meses me regalaron con el periódico y a la que nunca presté atención y ni siquiera llegué a quitarle el celofán.

Después de ver la película (que reconozco haber seguido con interés), me cepillé los dientes mientras por enésima vez contemplaba mi nuevo rostro en el espejo del baño. Luego me metí en la cama, no sin antes realizar una tabla de diez series de abdominales que jamás hasta entonces había sido capaz de completar.

Y hoy, a las siete de la mañana, de nuevo ha vuelto a suceder.

Nada mas despertarme, me ha asaltado una rara y absurda necesidad: quería invadir Polonia a toda costa. Yendo aun con el pijama, y antes de empezar a afeitarme, he puesto un cedé de Richard Wagner en la minicadena (algo extraño en mí, pues nunca me ha gustado la ópera) y al mirarme como siempre en el espejo, he comprobado, estupefacto, como mi frente lucía un lacio mechón de pelo negro (yo que siempre he sido pelirrojo rizado) al tiempo que un pequeño y ridículo bigotillo poblaba mi labio superior.



Sin concederle mayor importancia me he puesto mi uniforme, me he calzado unas relucientes botas negras y, con paso marcial, me he encaminado a mi trabajo.

“Al fin y al cabo, estamos en carnaval. No creo que nadie repare en mi aspecto”, he dicho para mis adentros en un intento de disipar mis dudas de identidad y normalizar la nueva vida que se abría ante mí.

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